Los seis componentes negros —tres hombres y tres mujeres— del Coro de la Ascensión, de pie en un bello círculo de baile y ritmo ante el altar de la Abadía de Westminster, cantaron este sábado un Aleluya de música góspel en honor de Carlos III. Pero poco después, cuando el arzobispo de Canterbury ungió con el óleo sagrado al nuevo monarca en el pecho, la cabeza y las manos, una cortina ocultó a las cámaras y a los invitados el momento más íntimo de la ceremonia. Y comenzó a resonar entre los muros del tempo Zadok el Sacerdote, el himno compuesto por Händel en 1727 para la coronación de Jorge II. No hay otra composición que se identifique más con la majestuosidad atribuida a la realeza. Modernidad, en dosis moderadas, mezclada con pompa y tradición.
Carlos de Inglaterra no esperó 74 años para acabar convirtiendo el ansiado momento de su coronación en un evento civil. La duración y las cifras de participantes han sido menores a las que tuvo su madre, Isabel II, en 1953. Pero la Operación Orbe Dorado, el dispositivo preparado por el Gobierno, la casa real, la BBC y las principales instituciones británicas, ha sido un empeño, coronado con el éxito, por demostrar al resto del mundo que el Reino Unido sigue siendo un actor a tener en cuenta, y que la monarquía forma parte integral de su misma esencia.
Como la lluvia, que no ha faltado en ninguna de las últimas cuatro coronaciones. Y que no faltó este sábado en Londres, donde miles de ciudadanos habían esperado pacientemente durante horas para ver apenas unos segundos la carroza que trasladó desde el palacio de Buckingham a la Abadía de Westminster al rey Carlos y a la reina consorte Camila. Pero sobre todo para decir, en el futuro: “Yo estuve allí”.
Más militares —6.000— que los que desfilaron para el funeral de Winston Churchill en 1965. Un total de 23.000 policías desplegados por la capital británica. Drones. Cámara de vigilancia. Tecnología de reconocimiento facial. Un rastreo en los días previos, por parte del MI5 —el servicio de inteligencia para la seguridad interior— de aquellos individuos sospechosos de provocar disturbios. Y, sobre todo, ningún escrúpulo a la hora de evitar supuestos sobresaltos. A primeras horas de la mañana, la Policía Metropolitana de Londres llevaba a cabo media docena de arrestos. Entre los detenidos, Graham Smith, el fundador y director de la organización Republic. Llevaba meses preparando las protestas en la calle para alterar la ceremonia, bajo el lema “not my king” (no es mi rey). Había congregado a 2.000 seguidores bajo la estatua de Carlos I (el rey decapitado en 1649 por traicionar al Parlamento), en Trafalgar Square, por donde debía pasar la carroza real.
El Gobierno de Rishi Sunak, para sospecha de muchos activistas, había logrado aprobar esta semana una nueva legislación para endurecer la respuesta policial ante las protestas, después de un año de disturbios callejeros por parte de organizaciones como Just Stop Oil. No ha dudado en aplicarla con rigor. La policía acusaba a los arrestados de manejar sirgas y correajes que podrían utilizar más tarde para atarse al mobiliario urbano y alterar la procesión.
La ceremonia de Westminster
La mayoría de los 2.200 invitados a la Abadía habían entrado al templo horas antes de que comenzara la ceremonia, a las 11 de la mañana (mediodía en horario peninsular español). Casi la mitad de ellos —médicos, enfermeros, voluntarios, trabajadores sociales…— formaban parte de un Reino Unido diverso que Carlos III ha querido representar en su coronación. Aunque, también a diferencia de su madre, el nuevo monarca ha incorporado al evento a los representantes de otras naciones y de otras realezas. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, junto a su esposa Brigitte; la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen y el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel; la primera dama de Estados Unidos, Jill Biden; o los reyes de España, Felipe VI y Letizia.
Salvo los abucheos cuando el príncipe Andrés de Inglaterra ―condenado al ostracismo social por su relación con el millonario pedófilo estadunidense Jeffrey Epstein―, ha salido del palacio de Buckingham rumbo a la abadía en un vehículo oficial, las cuitas y recelos de una familia real siempre al borde de una nueva crisis se han guardado esta vez en un cajón. El príncipe Enrique llegaba solo —Meghan Markle se ha quedado en Estados Unidos, con la excusa de que su hijo Archie cumplía este sábado cuatro años—, entraba al recinto religioso de modo discreto, y ocupaba su puesto en tercera fila. Al otro extremo, su tío Andrés. Un par de filas más adelante se sentaban el heredero al trono, Guillermo, príncipe de Gales, y su esposa Catalina, ataviados con túnicas formales.
Guillermo, como hizo 70 años atrás su abuelo Felipe de Edimburgo ante Isabel II, se ha arrodillado ante su padre para jurarle lealtad con su propia vida. Y, a continuación, darle un beso en la mejilla.
Los ritos y símbolos del poder
La corona de San Eduardo y la corona imperial; orbes, cetros y espadas; un trono construido siglos atrás con el único propósito de dejar claro el dominio de Inglaterra sobre Escocia; una piedra del destino sobre la que Carlos III, como su madre antes, hizo llevar desde Edimburgo hasta Londres para poder encajarla en el hueco dispuesto bajo la silla de Eduardo. Y juramentos. Y liturgia. Declaraciones de lealtad a las leyes del reino y a la Iglesia anglicana, de la que el monarca es supremo gobernador.
“Yo, Carlos, profeso y declaro solemne y sinceramente en presencia de Dios que soy un fiel protestante y que, de acuerdo con las leyes que asegura una sucesión protestante al trono, defenderé y mantendré esas leyes”, afirmaba el rey con la mano en la Biblia.
Hasta ahí llegaba el límite del compromiso de Carlos III por integrar las diversas creencias religiosas que conviven en el Reino Unido. Representantes del islamismo, del hinduismo o del judaísmo han estado presentes en la abadía, y el rey coronado ha tenido unas palabras con ellos una vez coronado, cuando salía ya del templo para comenzar la procesión de la coronación.
El triunfo de la reina Camila
Pocos británicos hubieran imaginado, hace apenas 20 años, que la mujer más odiada en el Reino Unido, la que se interpuso en aquel malogrado cuento de hadas que fue el matrimonio de Carlos de Inglaterra y Diana Spencer, acabaría recibiendo en su cabeza, ante el altar de la abadía, la misma corona que la reina María, la esposa de Jorge V, utilizó para su coronación.
A pocos se les han escapado las miradas de complicidad compartidas en ese momento por una pareja que ha protagonizado la historia más interesante de resurrección y triunfo del Reino Unido de las últimas décadas. Testigos del momento eran personajes populares de las artes y el espectáculo, también ellos invitados, como los cantantes Nick Cave y Katy Perry, o el actor Stephen Fry. Toda una bofetada poco disimulada a los tabloides que durante años hicieron escarnio populista del romance.
Que por azar del destino, y de las circunstancias políticas, el primer ministro encargado de leer durante la ceremonia un pasaje del Nuevo Testamento fuera Rishi Sunak, un hombre de ascendencia india y religión hindú, y no Boris Johnson, el Churchill de cartón piedra que enfrentó entre sí a los británicos, tenía casi resonancias shakesperianas: “All’s well that ends well” (bien está lo que bien acaba).
Un velo de corrección… o censura
Nadie ha querido hablar de censura, pero los contrarios a la monarquía seguían en Trafalgar Square, empapados por la lluvia, cuando la carroza dorada de Estado que transportaba a los reyes coronados ha salido de la abadía para llevarlos de vuelta al palacio de Buckingham.
“Cartas intimidatorias, leyes antiprotesta aceleradas en su tramitación, tecnología de reconocimiento facial utilizada con millones de personas. Y esta mañana, personas arrestadas antes de las protestas, a pesar de contar con autorización policial”, ha denunciado en un comunicado la organización Liberty Human Rights. “Se trata de un peligroso y preocupante precedente para nuestra nación democrática”.
Las cámaras de la BBC no mostraban en ningún momento imágenes de la protesta, y su hueco —minoritario, hay que decir— en esta historia quedará registrado en miles de teléfonos móviles, pero no en los archivos de la corporación pública, cuya misión, entre otras, es la de preservar la institucionalidad del Reino Unido.
Medio mundo mira al balcón
Miles de personas han inundado The Mall, la avenida que une Trafalgar Square con Buckingham, a modo de gran alfombra roja, para dirigirse a la gran plaza frente al palacio. El momento icónico. El saludo de la familia real desde el balcón. Con el tradicional juego de incógnita sobre las ausencias y presencias. Los reyes salían a saludar y ambos llevaban su corona. Poco después se sumaban los príncipes de Gales, Guillermo y Catalina. Y los hermanos de Carlos, Eduardo y Ana. En esta ocasión, sin embargo, para muchas generaciones, el cambio ha sido espectacular. En el centro ya no estaba aquella mujer con la que compartieron décadas en las que llegaron a pensar que siempre estaría allí —la reina Isabel II—, sino Carlos III y Camila, la pareja real más inesperada para el Reino Unido del siglo XXI.