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Humanización a través de la tecnología vs Idiotización mediante la tecnología. ¿Qué elegimos?

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¿Sigue siendo ingenuo hablar de derechos de los robots igual que hablamos de derechos humanos? La reciente película estrenada por Netflix (El estado eléctrico2025) aborda otra vez el tema, del que traté en otro artículo.

Basado en el libro homónimo del músico y diseñador Simon Stålenhag, el largometraje recrea las décadas de los 50-70 en los Estados Unidos, pero con la novedad retrofuturista de que las IAs han sido desarrolladas, han ganado poder y han terminado derrotadas por los humanos en una devastadora guerra planetaria.

En medio de este escenario distópico, una joven encuentra a su hermano menor, supuestamente fallecido, ¡dentro de la conciencia de un robot!

Aquí comienzan a cosquillear dos tópicos candentes sobre el conflicto relativo a la Singularidad: ¿Cuánto de conciencia y sensibilidad puede tener un bot? ¿Cuánto de simbiosis puede haber entre el cuerpo humano y el artificial?

El desdén hacia lo artificial por parte de los humanos más conservadores, que constatamos en filmes como Yo robot, Iowao Blade Runner 2entre otros, regresa aquí aunque menos virulento, pues da paso a otros asuntos más actuales: ¿Cuánta paz y placer puede aportar a la Humanidad la llamada Realidad Inmersiva? ¿Será posible una convivencia pacífica e interdependiente entre humanos e IAs? ¿Quiénes tendrían el control?

Aunque el guión de ‘The Electric State’ prefiere abundar en el plano de la acción y la historia de viaje, no soslaya exponer el potente atractivo que para la imaginación y la atención humanas constituyen la magia del universo virtual. Al punto de que, como está ocurriendo en la actualidad con la dependencia hacia los móviles, ya nadie puede vivir sin su casco inmersivo (neurocaster), que garantiza “juego y trabajo”, según la publicidad de la megacorporación Sentre.

La práctica cotidiana de vivir la mayor parte del tiempo dentro de una realidad alternativa es gráficamente representada en otros filmes como El Congreso futurológico Y Player uno listo; y al igual que en las obras mencionadas, en El eléctrico…, no es ese estado de gracia, erróneo o perjudicial en sí mismo, sino el uso abusivo que hacen de él los codiciosos hombres del mundo, los superpoderosos que, a semejanza del Merovingio de la Matrizsolo “desean más poder”, en detrimento del desarrollo de la mente humana.

O sea, el paraíso tecnológico que pueden crear las inteligencias artificiales a favor del potencial del cerebro, siempre corre el riesgo del vicio de la centralización y el control tiránico que ha caracterizado, por desgracia, a nuestra especie.

Tanto así que en el filme del que hablamos, son los bots quienes abogan por la convivencia pacífica y el respeto a los derechos, mientras los humanos insisten en la antiquísima práctica de tratarlos como objetos y/o esclavos.

Como es de esperar, ante la evidente superioridad del algoritmo emotivo, surge el miedo a perder el control y su nefasta secuela: erradicar al diferente, al “anormal”, al “rarito”, que a menudo muestra un comportamiento “más humano que los humanos”.

En mi opinión las transformaciones más llamativas en El estado eléctrico no ocurren en la protagonista ni su adversario (caracteres más bien planos y predecibles) sino en los personajes secundarios, el contrabandista Keats y el Carnicero de Schenectady. El primero se percata de sus sentimientos hacia su amigo robot; y el segundo, que ha estado luchando en el bando equivocado.

La visualidad de la obra es también de agradecer, pues combina nostalgia y distopía dentro de los mismos escenarios. Muestra objetos y momentos dorados de la cultura pop (canciones viejos incluidas) junto a un futuro apocalíptico donde no faltan los tremendos cementerios de mechas gigantes y los rabiosos carroñeros de metal.

El mensaje al final es explícito: somos cuerpos de carne y electricidad, tenemos en común la sensibilidad y la inteligencia. ¿Por qué no estar juntos y convivir en armonía?

¿Qué voy a hacer sin mi mejor amigo?

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