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El régimen electoral goza de buena salud

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Próximos a la elección de un nuevo presidente y vice -también diputados nacionales, parlamentarios del Mercosur y en algunas provincias senadores de la nación- es de interés recordar los aspectos sustanciales de esos comicios del que están llamados a participar más de 36 millones de argentinos.

Centraremos nuestras referencias en la elección presidencial, anotando que la modalidad directa se practica desde 1995, previa reforma constitucional en 1994 en la materia.

Hasta ese entonces, nuestra sociedad política elegía a un grupo de personas que se los llamaba “electores”, quienes reunidos en cada una de las provincias y la CABA procedían a elegir al presidente. De modo que elegíamos a intermediarios que, respetando básicamente nuestros designios partidarios, procedían a elegir al binomio llamado a gobernar.

El régimen vigente prevé una elección con dos turnos electorales a los que se conoce con los nombres de Primera y Segunda vuelta, respectivamente.

Se caracteriza por el marcado protagonismo asignado al ciudadano, quien al participar de la compulsa, tiene el poder de elegir a la fórmula de su preferencia dentro del espectro de los candidatos oficializados para la primera vuelta; en cambio, la chance electiva se reduce en los supuestos de segunda vuelta, porque a ella concurren, únicamente, los dos candidatos más votados en la oportunidad de la primera vuelta.

La selección que realiza el cuerpo electoral se conecta a la esencia de esta práctica electiva, conocida en la jerga de su origen bajo el nombre de “ballotage”. A través de él se persigue el propósito de lograr la mayor legitimación posible de quienes van a mandar con la jerarquía de presidente y vicepresidente.

Por esa razón, para ser ungidos en esa calidad, se les impone contar con un alto grado de adhesión electoral, ampliando el espectro del consenso social que sirva como respaldo de sus futuras determinaciones.

Esa necesidad de autenticar al elegido se ve plasmada en nuestra constitución cuando ella dispone que, en primera vuelta solo puede consagrarse como triunfante a la fórmula que reúna 45% de los sufragios emitidos o, cuando los más votados superen el 40% de las voluntades y tengan una diferencia de, al menos, 10 puntos porcentuales con la segunda minoría.

La contabilidad de los votos ofrece el detalle que, para definir las cantidades exigidas, no se computan los sufragios en blanco, ni los nulos.

A ese efecto, la constitución dispone que solo se cuentan los votos afirmativos válidamente emitidos.

Son afirmativos todos aquellos sufragios que están emitidos en favor de cualquier candidato que participa de la elección.

Quien vota en blanco, expresa una voluntad neutra. No suma, ni resta a ningún candidato. Evidencia falta de interés por la función pública a que ha sido llamado con el sufragio. Tal desinterés corre la suerte que le adjudicó su autor y por eso está excluido de todo cálculo en la competencia.

A su tiempo, los votos nulos quedan descartados porque se trata de actos inexistentes, carentes de valor, irrelevantes para el derecho y las matemáticas electorales.

Para apreciar íntegramente al instituto debe tenerse en cuenta que ambas rondas electorales son parte de un mismo comicio. En la primera, el ciudadano tiene una pluralidad de opciones. En la segunda, solo podrá disponer de dos. Pero el segundo turno es siempre fruto de la decisión del propio electorado que, al votar como lo hizo, dejó fuera de compulsa a las restantes fórmulas participantes.

En los países donde rige el “ballotage”, ocurre con frecuencia que ante la falta de posibilidades de una fórmula, sus integrantes y el partido que la propuso deciden no participar en el segundo turno.

La experiencia institucional argentina recuerda que en 1973, cuando se celebraron elecciones para presidente y vicepresidente por el sistema de “ballotage” impuesto por el gobierno de facto de la llamada “Revolución Argentina”, la fórmula de la UCR integrada por Balbín-Gamond con 2.537.000 votos (21,3%), desertó de competir en la segunda vuelta frente al binomio del Frejuli, compuesto por Cámpora-Solano Lima con 5.908.000 sufragios (49,5%).

Otro tanto se dio en 2003. Para esa elección el Partido Justicialista –gran favorito para adjudicarse la brega- concurrió dividido en tres fracciones, nominando para la presidencia a Carlos Saúl Menem, Néstor Kirchner y Adolfo Rodríguez Sa, respectivamente.

En tanto, la UCR, experimentando las zozobras de una interna muy conflictiva y los arrastres del desgobierno de Fernando De la Rúa propuso a Leopoldo Moreau; al tiempo que otros sectores afines a esa expresión política apoyaron la candidatura de Lopez Murphy y Elisa Carrió, estos últimos con partidos propios como “Recrear” y “ARI” que hacían su debut en ese tipo de elecciones.

La primera vuelta fue ganada por Carlos Menem, quien reunió, el 24,45 % de los votos válidos; resultando segundo Néstor Kirchenr con un 22,24 %. No obstante, el ex presidente Menem decidió no presentarse a la segunda vuelta.

Con prescindencia de las razones dadas por el renunciante, la verdadera razón que lo determinó a abandonar la competencia estuvo fundada en el hecho que las encuestas preelectorales anticipaban, en forma unánime, la tendencia que de realizarse una segunda vuelta el triunfo correspondería a la fórmula que en la primera había llegado segunda.

El paso del tiempo ha demostrado -más allá de las objeciones realizadas- que el sistema adoptado logró sortear, exitosamente, seis elecciones presidenciales sin mayores inconvenientes. Todo un mérito en tiempos de inestabilidad política e institucional.

Mario Midón es abogado constitucionalista.

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