Durante dos siglos hemos cantado a la igualdad en nuestros himnos, la hemos oído en discursos políticos, refrendado en constituciones, aprendido en las escuelas, venerado en los museos y hasta palpado con familiaridad al acudir a votar. Sin embargo, su ejercicio efectivo ha sido una y otra vez incompleto. O de plano defraudado”, escribe el politólogo peruano Alberto Vergara en su libro Repúblicas defraudadas (Crítica). Ese desencuentro entre las promesas formales y vidas firmadas por normas y prácticas que las traicionan, atraviesa América Latina, generando malestar, frustración y erosión democrática.
“Los cuestionamientos a la democracia vienen de una ciudadanía defraudada en la promesa igualitaria y de movilidad social y también, de élites, candidatos y líderes políticos que cuestionan abierta o disimuladamente los consensos democráticos –explica Vergara, experto en política latinoamericana y profesor en el departamento de Ciencias Sociales y Políticas la Universidad del Pacífico, de Lima–. Esa erosión pasa gradualmente del escepticismo hacia posturas abiertamente discrepantes con la democracia.”
«La gente necesita que los gobiernos les solucionen los problemas y, en la medida que eso no ocurra, la legitimidad de la democracia se va perdiendo»
Según Vergara, que en América Latina sea difícil dejar de ser pobre y difícil dejar de ser rico contradice profundamente la idea de lo republicano. Se trata de repúblicas fallidas, “repúblicas a medias” en las que se ejercen derechos políticos y se incumplen cotidiana y recurrentemente derechos sociales y civiles.
Buena parte de la ciudadanía latinoamericana sufre el polimaltrato (del mercado y del Estado) y la sensación de desamparo es muy extendida. Como diría Rubén Blades: “gente que, sin ser esclava, tampoco está en libertad”, cita Vergara, que ha ejercido la docencia en la Universidad de Montreal, en Sciences Po (París y Poitiers) y en la Universidad de Harvard; y hoy reparte su tiempo entre Perú, donde enseña y vive parte del año, y Montevideo (Uruguay), donde reside algunos meses junto con su familia.
Si el panorama de frustración y hastío es tan profundo y el estado de las cosas no parece haber cambiado demasiado, ¿por qué han cesado las protestas sociales y los estallidos que tuvieron lugar hasta hace pocos años y que se pusieron en jaque a distintos gobiernos de la región? ?
Vergara ensaya una respuesta. Se trata de una hipótesis en la que se encuentra trabajando junto con sus colegas Andrés Malamud y Juan Pablo Luna. “Pensamos en el concepto de deserción”, dice Vergara sobre un proceso que tiene múltiples dimensiones. Hay una deserción del consenso democrático con los ciudadanos a los que les da lo mismo el régimen de gobierno; una deserción de los códigos formales de convivencia, por el crecimiento del narco, la ilegalidad, la evasión, el negreo, el contrabando; y una deserción del pacto nacional, con el aumento de las migraciones y los éxodos. “Hijos desertores. Aquellos que eligen la salida (el salida) en lugar de la voz, la protesta y la lealtad. En muchos casos son deserciones obligadas; y más que exclusión hay una expulsión”, concluye.
–Salvo algunos países puntuales –Cuba, Venezuela, Nicaragua– en gran parte de América Latina hay regímenes democráticos. Desde la década de 1980 han perdurado en el tiempo con mayores o menores dificultades, pero en general han incumplido la promesa del desarrollo y el bienestar económico y social. Hay insatisfacción, malestar y frustración en la ciudadanía. ¿Cuál es su diagnóstico?
–Hoy hay un problema importante de legitimidad del régimen democrático. De hecho, las encuestas capturan un momento en el cual ya no hay una mayoría prodemocracia en la población latinoamericana: una mitad es prodemocracia ya la otra mitad le da igual el régimen democrático o ya está a favor de un régimen no democrático. Según cifras del Latinobarómetro, hoy en promedio en América Latina es mitad y mitad. Esa ausencia de entusiasmo se replica más o menos en muchos de los países.
«En la región, no están en peligro los derechos políticos; los que se degradan mucho más rápidamente son los derechos civiles y sociales»
–¿Los cuestionamientos llegan solo por el lado de la ciudadanía?
–No solamente. La ciudadanía se pregunta si la democracia es el único régimen que debería regirnos. Pero también por el lado de las élites políticas se tiene la aparición de una serie de cuestionamientos a la democracia en términos muy duros que no veíamos hace quince años. Jair Bolsonaro hace el elogio de la dictadura brasileña y de las violaciones a los derechos humanos sin problemas, por la derecha. Y si por la izquierda, a mí me parece lamentable la manera en que la izquierda continental no condenó a Pedro Castillo, o recientemente a Andrés Manuel López Obrador o a Gustavo Petro. Entonces, me da la impresión de que tanto por la sociedad como por los actores políticos hay una erosión de la confianza en el sistema. Y esa erosión pasa gradualmente del escepticismo hacia posturas abiertamente discrepantes con la democracia. La democracia no puede vivir solo a puras reglas, a puras instituciones. También necesita de la voluntad, de la vida que le den los actores. Es muy difícil profundizar un régimen que ni los actores ni la ciudadanía quieren profundizar. Creo que ahí hay algo que está mucho más en disputa de lo que estaba hace quince años.
–¿Qué formas adquiriría esa defección democrática? ¿Regímenes militares, autocracias con ropajes democráticos, regímenes que mantienen apariencias democráticas, pero desarrollan prácticas autoritarias?
–Diría que en la mayoría de países me parece inviable la posibilidad de que se vuelvan a instaurar dictaduras cerradas a la antigua. Puede ocurrir, eventualmente. Es el caso de Nicaragua, es el caso de Venezuela. Ese es otro de los indicadores de la decadencia. Probablemente, si conversábamos hace 15 años o 20 años, yo creía que nadie podía matar a cientos de personas en América Latina y quedarse en el poder. Y, sin embargo, eso es Nicaragua, eso es Venezuela, en términos de violaciones a los derechos humanos, mandar gente al exilio, persecuciones. O Perú, con el asesinato de 50 personas al inicio del gobierno de Dina Boluarte; Algo absolutamente inaceptable en una democracia. Creo que lo que se puede tener en algunos casos son ciertos regímenes en los que la democracia se erosiona por concentración de poder, pero en otros países el problema principal no es que tengas un dictador que puede hacerlo todo sino una clase política que en su debilidad. es incapaz de hacer casi nada.
«Hay un vaciamiento democrático, democracias en las cuales queda una cascarita constitucional, con expectativas muy bajas”»
–¿Qué significa eso exactamente?
–Con mi colega Rodrigo Barrenechea hemos publicado un artículo sobre esto que se llama “Los peligros de la democracia sin poder”. Creo que es un peligro grande para la democracia: países como Perú, Ecuador, Guatemala, en los cuales, en realidad, la democracia deja de funcionar no porque alguien concentra mucho poder sino por lo contrario, porque el poder queda completamente diluido y es difícil. hacer algo. Creo que no es simple tener un diagnóstico transversal porque no todos tienen los mismos problemas, pero en todo caso, apuntan sí a un debilitamiento gradual de la democracia, sin que necesariamente, insisto, se rompan, sin que lleguen las dictaduras de los años setenta. , sin que llegue el general que lo toma todo.
–Sin desestimar la importancia de lo económico en un continente desigual con altos índices de pobreza, me pregunto si la insatisfacción de la ciudadanía es solo económica o tiene que ver también con otras dimensiones, con la autorrealización, con la proyección de futuro.
–Tiene que ver con muchas dimensiones. Yo creo que buena parte de la ciudadanía latinoamericana sufre el polimaltrato. Te maltratan en el mercado y te maltratan en el Estado. Tratas de cancelar una tarjeta de crédito y es imposible; Tratas de desafiliarte de algo y no se puede. Lamentablemente en América Latina tenemos un capitalismo que compite poco, los precios se arreglan y te aplican sobreprecios. Y el Estado te maltrata también. Uno quiere llamar a un policía y no está. Y si llega, te pide una coima. Si vas a la otra entidad estatal te piden que hagas una fila interminable. Pienso en el libro de Javier Auyero, Pacientes del Estado. En esos sitios donde se espera hay una pedagogía de la sumisión. El ciudadano circula en un mundo en el cual la sensación de desamparo es muy extendida. Y lamentablemente la democracia paga el pato. Aunque los problemas de la gente no están necesariamente asociados a la democracia, a los derechos políticos, al hecho de ir a votar, ese es el único momento en que el ciudadano tiene capacidad de ir a quejarse: el voto de indignación, de rechazo, el voto como tarjeta roja. La gente necesita que los gobiernos surjan de una elección para solucionar sus problemas. Y en la medida que eso no ocurre, la legitimidad de la democracia se va perdiendo. De manera un poco injusta porque la democracia finalmente es el mecanismo por el cual nos ponemos de acuerdo para alternarnos en el poder sin agarrarnos a balazos.
–Es Repúblicas defraudadas usted dice que “nuestras repúblicas son poco republicanas”. ¿A qué se refiere específicamente?
–En la mayoría de los países latinoamericanos lo que está realmente en peligro no son nuestros derechos políticos. Lo que se degrada mucho más rápidamente son los derechos civiles y los derechos sociales. Cuando se habla de república se piensa en las formas, en el mármol, en los próceres y yo creo que la república tiene que recuperar un contenido sustantivo, que hay que pensar un régimen de ciudadanía y, de otro lado, en un régimen que permita y facilitar la movilidad social. Es decir, el inicio de la república es acabar justamente con los estamentos que determinan qué vas a poder lograr en la vida simplemente por el sitio en el que naciste en la sociedad. Lo republicano es la destrucción de ese antiguo régimen y la aparición de la posibilidad de que un agente ciudadano tenga perspectivas verosímiles de plantearse un plan de vida y que tenga posibilidades de construirlo. En América Latina es difícil dejar de ser pobre y es difícil dejar de ser rico. Es un continente de techos pegajosos y de pisos pegajosos. Estás adherido al techo o al piso. Y eso a mí me parece que entra justamente en contradicción con la idea de lo republicano. Como decía el prócer uruguayo Artigas: “¿Qué es la república? Es ese lugar donde naide es más que naides”. Esa es una promesa muy presente en América Latina, desvergonzadamente y cotidianamente defraudada. Ese conjunto de defraudaciones produce un ambiente de falta de legitimidad que atraviesa la democracia.
–Sin embargo, a pesar de todas esas promesas incumplidas, hay algo llamativo: han mermado las protestas sociales y los estallidos que tuvieron en vilo a distintos países, por distintos motivos, en 2018, 2019. Las cosas no parecen haber cambiado mucho, pero cesaron las manifestaciones masivas. ¿Por qué?
–Con los colegas Andrés Malamud y Juan Pablo Luna, hemos estado pensando últimamente en la idea de la “deserción”, que tiene varias dimensiones. Hay sectores sociales que comienzan a desertar de ciertos acuerdos básicos que pensábamos dados. Ya hablamos de una cierta abandono de la democracia: más ciudadanos y actores bajándose del consenso democrático en América Latina. Pero también en muchos países hay migraciones, éxodos. Ahí hay una suerte de deserción del pacto nacional. Es decir: se deja de creer que hay un futuro en la propia nación. Hay una deserción de lo nacional. Pero uno también diría que hay una abandono de ciertos códigos de convivencia, por ejemplo, con toda la cuestión asociada a la ilegalidad, al narco, al contrabando, a la evasión, a la violencia en los barrios.
–Una deserción de las reglas formales en general.
–Así es. Y obviamente, esto que llamamos deserciones en muchos casos se parecen a deserciones obligadas. No todo el mundo deserta porque lo desea: también hay condiciones que te expulsan. Carlos Pagni, en su libro El nudotiene esta idea que me parece muy atinada –él la piensa para el co nurbano, pero yo creo que es para América Latina, y pospandemia además–, que no se trata solo de exclusión, se trata de expulsión. Creo que hay u na serie de transformaciones sociales respecto de la cual tengo más intuiciones que evidencias, pero que sí creo que son una suma, en el lenguaje del economista Albert Hirschman, de sectores de la sociedad, optando más por el salida (salida) que por la voz de protesta o la lealtad.
–¿Y también ve desertación de la política partidaria por la crisis de representación, por desinterés en votar?
–Me da la impresión de que es un continente, en el sentido de la tradición de ir a votar, con ilusión en la urna electoral. Pero que, al mismo tiempo, ese ritual importante de soberanía popular va quedando gradualmente vaciado de consecuencias. Por eso creo que hay un vaciamiento democrático: democracias en las cuales queda una cascarita constitucional, con expectativas muy bajas. Y en algunos casos empieza a haber abstención o voto a forasteros.
–Le propongo hablar de tres países puntualmente: la Argentina, en donde estamos conversando; Perú y Uruguay, los dos países en los que usted vive. Le pido su impresión sobre el primer año de gobierno de Javier Milei.
–Creo que el punto de partida del análisis hace un año era: o bien el caudillo popular derrota a las instituciones o bien las instituciones derrotan al amateur popular. Visto desde América Latina, era un clásico, caudillo popular versus instituciones. Nos sentamos todos a ver quién gana. Sabe que Milei no viene de una tradición democrática y que no tiene ningún aprecio por el Congreso y sabe que, del otro lado, las instituciones y los políticos van a querer defenderse. Es un análisis desde lo que los actores quieren. Lo que la “casta” y la “anticasta” quieren.
«Me pregunté que en la Argentina se pudiera tener actitudes abiertamente desleales con el régimen democrático»
–¿Y como le parece que se dirimió ese partido?
–Parece que las instituciones han hecho su magia. Por definición, las instituciones son algo que restringe el comportamiento de los actores, que impide que hagas lo que te dé la gana. Eso es una institución: pone restricciones a lo que quieres hacer. Y entonces me parece que las instituciones han hecho que mal que bien los dos resultados anticipados no ocurrirán. Finalmente, Milei transitó el alambique de la institucionalidad, cedió cosas, del otro lado se cedió. Las instituciones moderaron el comportamiento de los actores y los obligaron a funcionar en ese cauce restringido que por definición les imponen a los actores políticos, lo cual habla bien de la democracia argentina. Milei aprende a funcionar en ese marco institucional, a hacer política dentro de las reglas y ceder, pero no deja de representar lo que su candidatura quiso representar. No es que la abandone completamente para sobrevivir. Al margen de si a uno le gusta o no su agenda. Y luego, el futuro creo que se juega todo en el mundo económico.
–¿Qué lo ha sorprendido especialmente en estos tiempos?
–Creo que me pregunté que en la Argentina se pudiera tener actitudes abiertamente desleales con el régimen democrático. No estoy diciendo que haya habido acciones, pero actitudes, dichos: que un grupo de congresistas vaya a ver a militares presos por violaciones a los derechos humanos. Ese coqueteo con la dictadura -que no llega a ser el elogio abierto de Bolsonaro-, que eso sea ventilado sin mayores disimulos me resulta llamativo. Volvemos al punto: las instituciones están haciendo lo suyo por el momento, pero uno no sabe qué puede pasar si tienes un actor que no está realmente comprometido con la democracia: temes que cuando tenga el poder para salirse de las reglas, lo haga. Se manifiesta muy claramente en esto: lo que Milei repudia más son los símbolos y los referentes de la democracia.
–Se refiere a Raúl Alfonsín.
–Alfonsín e Yrigoyen. Es curioso porque lo que más debería rechazar un libertario es el populismo económico. Y sin embargo lo que más desprecia es el mundo de lo democrático-republicano. Creo que simplemente es una postura que viene de una tradición claramente antipolítica y escéptica de la democracia.
–Hace poco hubo elecciones en Uruguay. Sin romantizar lo que pasa allí, Uruguay elige dentro del sistema, lo hace entre opciones moderadas, tienen diferencias, pero no hay grietas polarizantes.
–Uruguay es un viaje al siglo XX, es un viaje a una democracia que funcionaba bien en el siglo XX en términos de la participación de la gente. Hay unas Primarias que no son obligatorias y vota un millón de personas, en un país de tres millones y medio. Y luego, los locales partidarios en las calles, la gente entregando volantes en las esquinas, todos los autos con banderas de un partido o del otro, pactos todo el tiempo. Hay un nivel impactante de lealtad a las reglas. Hubo una denuncia contra Orsi al inicio de la campaña que terminó siendo una patraña, una mentira. Toda la clase política cerró con que eso en Uruguay no se hace. Ha sido una elección muy peleada en una sociedad que no está dividida.
–A diferencia de otros países en los que pasan las dos cosas: la elección es muy peleada y la sociedad está muy peleada.
–Sí, cuando esas dos cosas no tendrían por qué ir de la mano. Y, además, la verdad es que, entre los dos candidatos, yo hubiera podido decidir mi voto tirando una moneda. Claro, no soy de ahí, no soy un militante, pero ninguno de los dos va a poner nada en peligro, ninguno ve al adversario como un enemigo al que hay que exterminar, tienen matices hacia la derecha o hacia la izquierda muy razonables. Igualmente, me parece que no hay que romantizar. Hay gente que cree que Uruguay es un cachito de Escandinavia incrustado en América Latina: no es. Tiene altos índices de emigración, deserción escolar, pobreza infantil. A mí me da la sensación de que en Uruguay el pacto democrático está mucho más firme que el contrato social. Es decir, el mundo de la política me parece que es bastante mejor que el mundo de las políticas.
–Por último, hablemos del país en el que nació, en donde vive parte del año y enseña.
–En Perú lo que hay es un gran pacto por la rapiña. Paradójicamente, se ha construido una estabilidad desde la complicidad de amplio espectro. Lo que se busca es una alianza entre ejecutivos y legislativos fundada en la complicidad para arrastrar al público y en procura de la máxima impunidad posible. Ese es el modelo de gobernanza peruano contemporáneo. Ese pacto por la complicidad ocurre luego de uno de los hechos más graves de nuestra historia política, que es el asesinato de 50 personas al inicio del gobierno de Dina Boluarte. El legado más trágico de este gobierno es que deja en el repertorio de sentidos comunes que tú puedes matar 50 personas y no caer; que no hay costo político. Eso me parece un fardo fatal para el futuro de la democracia peruana. Ese pacto cómplice solo sirve a intereses particulares y es incapaz de producir ningún interés general, ninguna política pública que piense en el país. Es nada más un pacto para la rapiña de los recursos, de la ley, de los espacios públicos, de la naturaleza, de Machu Picchu. En todo lo que sea público, hay alguien que mientras tú y yo estamos hablando está entrando para depredar.
UNA REGIÓN BAJO LA LUPA
PERFIL: Alberto Vergara
Alberto Vergara, politólogo, nació en 1974, en Lima, la ciudad donde todavía vive. Pasa además parte del año en Montevideo.
Es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Montreal y fue investigador posdoctoral en la Universidad de Harvard. También tiene un máster en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Bruselas (Bélgica).
Actualmente es profesor en la Universidad del Pacífico, de Lima, en Perú. También imparte clases sobre política latinoamericana en la Universidad de Harvard y en Sciences Po, de Francia.
Su libro más reciente es Repúblicas defraudadas. ¿Puede América Latina escapar de su atasco? (Crítica, 2023).
Entre sus libros se cuentan Ni amnésicos ni irracionales: las elecciones peruanas de 2006 en perspectiva histórica (2007) y La danza hostil: Poderes subnacionales y Estado central en Bolivia y Perú (1952-2012) (2015). Sus ensayos y artículos políticos han sido compilados en el libro. Ciudadanos sin República.
Ha colaborado además en medios especializados como Revista de Política en América Latina y con artículos periodísticos en El País de España, Letras Libres, Los New York Times y el diario El Comercio.
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