En Puerto Palomas hay un monumento al mexicano más famoso que cruzó ilegalmente a Estados Unidos. Se trata de Pancho Villa a caballo. Recuerda el punto por el que el revolucionario atravesó la divisoria la madrugada del 9 de marzo de 1916 junto con 300 soldados en una invasión en la que murieron 18 estadounidenses y que encendió la mecha de un gran conflicto entre México y Estados Unidos. Más de un siglo después, el fantasma de otra “invasión” recorre de nuevo Estados Unidos, agitado por el ala más radical del Partido Republicano. Así definen los halcones ultras el flujo imparable de decenas de miles de migrantes que han cruzado gracias al Título 42, una medida sanitaria impuesta por Donald Trump para controlar la expansión de la pandemia y que se extingue a las 23.59 de este jueves en Washington. La perspectiva de ese final ha animado a miles de personas, hasta llegar a marcas de diez mil diarias, a intentarlo antes de que cambien las reglas de la frontera, cuyos pueblos y ciudades contienen a ambos lados la respiración ante lo que pueda venir después.
A unos metros de donde estalló la invasión de Columbus (Nuevo México) liderada por Pancho Villa se encuentra un albergue lleno de las vidas que perdieron la batalla contra la política migratoria de Washington. Las autoridades del municipio de Ascensión (Chihuahua) acondicionaron el centro para cobijar a las oleadas de expulsados por la Patrulla Fronteriza estadounidense desde que hace 40 meses Trump desempolvó una norma sanitaria que permite la devolución en caliente a México de los migrantes llegados a su territorio con el pretexto de combatir la pandemia de covid.
José, inmigrante hondureño, trabaja turnos de 24 horas como encargado para recibir a quienes llegan. Este miércoles por la tarde contó que el último golpe en la puerta lo había escuchado a la una de la madrugada anterior. “En los últimos dos meses solo hubo un día en que no llegó nadie”, añadió sentado en la pequeña habitación que hace de comedor, cocina y cuarto para el entretenimiento. A sus espaldas, en un espacio en penumbra con literas, descansaban ocho hombres de México, Venezuela y Honduras.
Desde enero, han pasado por allí unas 2.000 personas. La cifra puede parecer pequeña ante el inmenso flujo que registran ciudades más grandes de la frontera como Nogales (Sonora), Piedras Negras (Coahuila), Nuevo Laredo (Tamaulipas) o Ciudad Juárez, a 120 kilómetros al este de Puerto Palomas. Pero la cifra representa el 25% de la población de la localidad que cobija el albergue.
Cuando expire al final de este jueves la norma impuesta por Trump, entrará en vigor el viejo Título 8, que permitió a la Administración de Barack Obama deportar a más de tres millones de migrantes en ocho años. Lo hará con novedades: a aquellos que quieran solicitar asilo se les obliga a pedirlo a través de una aplicación para móviles desde cualquiera de los países de su travesía. Si llegan a EE UU sin haber cumplido ese requisito, serán deportados, lo que implicará la prohibición de volver a intentarlo durante al menos cinco años. Si los descubren tratando de cruzar de nuevo en ese tiempo, se exponen a penas de prisión en EE UU. Esas deportaciones no serán posibles a sus países de origen en los casos en los que no haya tratados al respecto: Cuba, Nicaragua, Venezuela y Haití. Sus ciudadanos acabarán por tanto en México.
Los afortunados cuya solicitud se admita pueden ser llevados a un centro de detención mientras esta se resuelve o recibirán una cita con un juez en algún punto de Estados Unidos y un documento que les permitirá viajar libremente por el país. Los plazos varían, de varias semanas a varios años. Actualmente, hay dos millones de causas abiertas, y los magistrados especializados en temas migratorios están desbordados.
“Definitivamente, no tenemos capacidad para hacer frente al Título 8”, considera Saúl Carrillo, el encargado de Protección Civil y responsable del albergue de Ascensión. El funcionario se refiere a lo que sucederá desde el primer minuto del viernes, cuando EE UU procese con más dureza a quien se presente en la frontera de forma irregular para pedir asilo y Washington aumente el ritmo de deportaciones, como es su intención.
El albergue tiene capacidad para 40 personas. El miércoles por la tarde había espacio después de que un grupo grande lo abandonara por la mañana. José explica que el gobierno local llegó a un acuerdo con una empresa de autobuses para ofrecer boletos con un 50% de descuento. Pero hay una condición. “Los viajes solo pueden ser al sur, porque si pides ir a otro punto de la frontera no te tiran”, dice el encargado. José no tiene muy claro qué pasará con el albergue una vez que desaparezca el Título 42.
Estados Unidos calcula que hay unas 150.000 personas en refugios, albergues o en las calles a lo largo de los más de 3.000 kilómetros de frontera. Uno de los puntos más calientes del lado norte es El Paso, en Texas, donde la actuación de las autoridades migratorias vació las aceras en torno a la Iglesia del Sagrado Corazón, en las que llegaron a dormir más de 2.000 personas y que se habían convertido en la estampa más reconocible de la penúltima crisis migratoria estadounidense. Centenares de ellos se entregaron el martes y ya han emprendido viaje a otros puntos del país, donde esperarán su cita ante el juez.
“Debió hacerse hace mucho tiempo”, consideró en una entrevista en su despacho el abogado Blake Barrow, director del refugio Rescue Mission of El Paso. Es uno de los dos centros que operan desde hace tiempo en la zona este de la ciudad. Da servicio a unas 200 personas. En diciembre pasado, se vieron obligados a abrir un nuevo albergue, enfrente del original, que llevaba meses desbordado. Allí, hombres y mujeres solos comparten el espacio con las familias. Casi todos son venezolanos.
Las autoridades de El Paso también se han movilizado por lo que pueda venir. Su alcalde, Oscar Leeser, explicó que ya tienen un nuevo refugio listo, con capacidad para entre 500 y 1.000 personas en una escuela de secundaria en desuso. Hay otro que se pondrá en funcionamiento si la marejada migratoria desborda el primero. Y un tercero, que podrá activarse “en 24 o 48 horas” llegado el caso. En total, la idea es aumentar la capacidad hasta en 4.500 camas, en las que no se permitirá dormir migrantes que no hayan sido registrados en la frontera. El plan es que pasen allí solo unos tres días. Después, les pagan el pasaje hasta el aeropuerto o la estación de autobuses, desde donde podrán ir a otras ciudades de Estados Unidos, donde los esperen familiares o amigos que pudieron dar el salto antes que ellos.
“Nunca somos suficientes para atender la situación”
Al otro lado de la frontera, no afloja la presión sobre Ciudad Juárez, una de las zonas cero de la crisis que comenzó con las caravanas de migrantes que salían de Centroamérica y subían al norte para chocar con el muro de Trump. En la urbe de Chihuahua, un enjambre de organizaciones civiles, iglesias y diversos niveles de Gobierno intentan evitar una crisis humana.
“Cada vez que hay cambios migratorios significativos hemos visto que hay cierta paz, como que todo está tranquilo, pero después de eso llega la tormenta. En esto, en nuestro caso es al revés del dicho: después de la calma viene la tormenta”, afirma el pastor Juan Fierro, quien dirige desde hace ocho años El Buen Samaritano, un albergue ubicado en una colonia popular al noroeste de Ciudad Juárez. “La situación migratoria nos rebasa cada vez. Nunca somos suficientes para parar lo que está pasando en este tiempo y en estos futuros años. Es algo que se va a manifestar de una forma tremenda porque la violencia sigue en todo el mundo. Y luego agréguele la situación climática que está dejando a personas sin casas”, añade el religioso evangélico.
El sitio ha albergado a inmigrantes de 25 nacionalidades. No solo de países americanos, sino también de Irak, Congo, Ucrania, Etiopía y Camerún. Lo peor fue en 2019, cuando las caravanas llevaron hasta sus puertas a 260 personas a pesar de tener cupo para 40. Con los donativos e inversiones de organizaciones internacionales, el edificio creció y hoy pueden dar techo a 150 migrantes. Este martes había 62 personas, pero Fierro cree que los próximos días la situación será más compleja. “El domingo yo tendré aquí a unas 75 u 80 personas y la próxima semana probablemente pueda alcanzar el máximo de capacidad que tenemos”, señala.
Algo similar sucede con otros albergues de Juárez, una ciudad de 1,5 millones de habitantes. Un portavoz de la alcaldía explicó a este periódico que ninguno de estos superaba este miércoles el 50% de ocupación. “No hay más de 2.000 personas en la ciudad y tenemos unas 4.000 camas en todos los albergues de la red para los próximos días”, indicó Carlos Nájera.
El pastor Fierro asegura que el rostro de esta crisis ha dejado de ser solamente de ciudadanos de Venezuela, Cuba, Haití o Centroamérica. También hay mexicanos desplazados por la violencia. “Calculo que 40 de los 62 que tengo aquí son mexicanos que han dejado sus Estados”, dice. Mientras habla, dos familias de Guerrero, un Estado del sur castigado por la violencia y la pobreza, se protegían del sol bajo una carpa. Ismael, de 38 años y originario del municipio de Coyuca, aseguró que pensaba cruzar y entregarse a la Patrulla Fronteriza de EE UU. No lo hizo porque un hombre le dijo que debía pagar al cartel 6.000 dólares para que su hija, su esposa y él recibieran el permiso para hacerlo. “La frontera la maneja el crimen”, señaló. Así que hace dos semanas que espera con paciencia a que el Gobierno de Joe Biden le dé una cita mediante la aplicación habilitada por el Departamento de Seguridad Interior.